El resultado de los encuentros entre representantes de los gobiernos de Estados Unidos y México para prevenir la aplicación de tarifas incrementales a las exportaciones mexicanas, revelan mucho sobre la posición de poder de cada país. Para resumir lo que pasó, Estados Unidos coaccionó a México con una amenaza creíble, la delegación mexicana se presentó ipso facto en Washington, pero no para negociar, sino para tratar de administrar las concesiones, para minimizar pérdidas.
No solamente no pudimos plantear un tema de nuestra agenda en esas discusiones, como frenar el contrabando de armas a México, conseguir compromisos para la rápida aprobación del nuevo tratado de libre comercio (TMEC), o avanzar en un convenio migratorio para los mexicanos sin papeles que viven en Estados Unidos. En lugar de eso, salimos de las conversaciones en Washington como El Pípila, cargados de obligaciones que comprometen recursos humanos y financieros del gobierno, sin lograr nada lejanamente parecido, por ejemplo, al acuerdo que negoció Turquía con la Unión Europea (UE) para frenar la migración de refugiados sirios. En 2016, Turquía se comprometió a recibir a los refugiados sirios que fueran capturados en aguas europeas; como condición, pidieron ser incluidos en la zona Schengen, con lo cual los ciudadanos turcos no necesitarían visa para viajar por la UE –compromiso que no se ha dado porque Turquía incumplió las condiciones–, acordaron agilizar los trámites de entrada de Turquía a la UE, y recibieron seis mil millones de euros para solventar los gastos relacionados con la estancia de los refugiados sirios en ese país.
La razón por la cual no fuimos capaces de resistir las amenazas de Trump ni de colocar temas en la mesa de negociación, es que no supimos usar a nuestro favor el tamaño de nuestra economía y su integración con la de EU, y terminamos jugando el rol de un país débil. Podemos revolcarnos en los lugares comunes, animados por complejos de inferioridad, como hablar de las milenarias culturas mesoamericanas, o de que aquí estuvo la primera imprenta de América, o de que el chocolate es nativo de México; podemos culpar a la convulsa historia nacional o a gobiernos anteriores y refugiarnos en la idea de que nuestro pasado no nos ha permitido convertirnos en una potencia, pero la realidad material es que, fuera del tamaño de nuestra economía, no somos un país con la fuerza militar, ni con el prestigio internacional o alianzas diplomáticas suficientes como para ser tomados en serio, y eso no es algo de lo que pueda culparse en exclusiva al actual gobierno.
Si de algo puede culparse al gobierno es de subrayar nuestras debilidades en lugar de potenciar las fortalezas. Han tomado decisiones de política económica que nos dejan muy vulnerables ante ataques externos. Han impulsado una política exterior de autoencierro, parroquial, sin proyección, sin presencia en foros multilaterales, sin funcionarios que nos representen afuera y que ha convertido a México en una isla sin puertos. La eliminación de ProMéxico, del Consejo de Promoción Turística, de eventos deportivos de proyección global y otras políticas aislacionistas que derriban puentes con el mundo y necesariamente terminan por debilitarnos. Es muy fácil para una potencia como Estados Unidos aprovecharse de la debilidad de un país sin posición, ausente en el contexto internacional. Resulta notable que, a pesar de ese contexto adverso, Marcelo Ebrard haya logrado desactivar la amenaza inmediata y darnos tiempo de reagruparnos y considerar una estrategia de defensa ante futuros embates de Trump.
Algo que podríamos hacer para afianzar nuestra posición en el mundo, además de fortalecer nuestra economía y reactivar la relación de México con el mundo, es consolidar nuestro “poder suave” (soft-power). Este concepto, introducido por el profesor de Harvard Joseph Nye, en 1990, se refiere a la habilidad de los países de atraer y convencer en lugar de coaccionar mediante la fuerza (poder duro). Para un país con poder suave es fácil sumar a socios a sus causas, generar simpatías y conseguir apoyos, incluso entre sectores de países con gobiernos hostiles. Esto se hace con la promoción de la cultura, con la adopción de valores políticos positivos y consistentes, y con diplomacia fina. El poder suave se trata, sobre todo, de tener credibilidad.
Muchos países cuentan con iniciativas de fortalecimiento de su posición de poder suave. Me refiero a iniciativas como la Società Dante Alighieri de Italia, la Alliance Française, el British Council, el Instituto Cervantes de España, el Instituto Camões de Portugal y el Instituto Confucio de China, por mencionar sólo a las iniciativas más famosas y visibles. México debe sumarse con una versión de esas iniciativas, aprovechando el gran interés que existe en otros países sobre la historia, la arqueología, la cultura, el arte y la gastronomía mexicanas. Sin muchos recursos y con esquemas que pueden ser autofinanciables, es posible organizar en otros países cursos sobre cocina mexicana, elaboración de artesanías y manualidades, danzas folclóricas, música tradicional e historia de las culturas mesoamericanas. Todas estas actividades podrían realizarse en institutos creados para la difusión de la cultura mexicana, con el apoyo de la sociedad e iniciativa privada nacional, desplegados en grandes capitales y ciudades del mundo, con un enfoque estratégico.
Creo, como muchos, en la grandeza de México. Pero esa grandeza no se cultiva idealizando nuestro pasado, ni en el aislamiento ni insistiendo en tomar malas decisiones económicas. Esa es nuestra debilidad. La grandeza se construye creciendo y fortaleciendo los lazos de amistad y comunicación con el mundo.
Por: Benjamín Hill