Moscú, 4 de agosto de 1945. El capítulo europeo de la Segunda Guerra Mundial había concluido, y Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) analizaban su futura relación.
En la embajada estadounidense, un grupo de niños de la Organización de Jóvenes Pioneros de la Unión Soviética protagonizó un encantador gesto de amistad entre las dos superpotencias.
Le regalaron a Averell Harriman, el embajador estadounidense, una escultura tallada a mano del sello ceremonial de EE.UU. Más tarde se lo conocería simplemente como La Cosa.
Normalmente la oficina de Harriman hubiera revisado el pesado adorno de madera en busca de micrófonos ocultos, pero dado que no había cables ni baterías a la vista, ¿qué daño podría hacer?
Harriman le dio a La Cosa un lugar de honor, colgándolo en la pared de su estudio, desde dondemantuvo sus conversaciones privadas durante los siguientes siete años.
Leon Theremin ya era famoso incluso entonces por su revolucionario instrumento musical eléctrico, que llevaba su nombre, y que sonaba sin ser tocado.anuncio
Había estado viviendo en EE.UU. con su esposa, Lavinia Williams, antes de regresar a la Unión Soviética en 1938. Su esposa luego dijo que fue secuestrado. En todo caso, lo pusieron rápidamente a trabajar en un campo de prisioneros, donde se vio obligado a diseñar La Cosa, además de otros dispositivos de escucha.
Eventualmente, los operadores de radio estadounidenses se toparon con las conversaciones del embajador de EE.UU. que se transmitían por radio, pero no pudieron detectar el origen de las transmisiones.
Escanearon la embajada en busca de emisiones de radio y no detectaron micrófonos. Tomaría aún más tiempo descubrir el secreto.
Se activaba a través de ondas de radio transmitidas hacia la embajada estadounidense por los soviéticos. Usaba la energía de la señal entrante para transmitir. Cuando esa señal se apagaba, La Cosa se quedaba en silencio.
Al igual que el instrumento musical sobrenatural de Theremin, La Cosa podría parecer una curiosidad tecnológica. Pero la idea de un dispositivo que funciona con ondas de radio entrantes y que envía información en respuesta es mucho más que eso.
Hoy en día la etiqueta RFID -abreviatura en inglés de «identificación por radiofrecuencia»-, es omnipresente en la economía moderna.
Los libros en bibliotecas a menudo tienen estas etiquetas -y no solo «RFID Essentials», el libro que utilicé para investigar esta historia-. Las aerolíneas los utilizan cada vez más para rastrear equipaje; los comercios minoristas, para evitar robos en tiendas.
Algunas de estas etiquetas contienen una fuente de energía, pero la mayoría, como La Cosa de Theremin, se alimentan de forma remota por una señal entrante. Eso los hace baratos, y ser barato siempre ha sido una ventaja comercial.
Durante la Segunda Guerra Mundial, los aviones aliados utilizaron una forma de RFID: un radar iluminaba los aviones, y un enorme dispositivo llamado un transpondedor reaccionaba al radar emitiendo una señal en respuesta que significaba «estamos de tu lado, no dispares».
Pero a medida que los circuitos de silicio comenzaron a hacerse más pequeños, fue posible concebir una etiqueta que podía adjuntarse a algo mucho menos valioso que un avión.
Al igual que los códigos de barras, las etiquetas RFID podían usarse para identificar rápidamente un objeto.
Pero a diferencia de los códigos de barras, podían escanearse automáticamente, sin la necesidad de una línea de visión. Algunas etiquetas se pueden leer a distancia y algunas también pueden escanearse, aunque de manera imperfecta, en lotes. Además, algunas pueden reescribirse, leerse o deshabilitarse de forma remota.
Y pueden almacenar muchos más datos que un humilde código de barras, lo que permite, por ejemplo, identificar a un objeto no solo como un tipo particular de jeans de talla mediana, sino como un par único hecho en un lugar determinado en un día determinado.
A principios de la década de 2000, grandes organizaciones como los supermercados Tesco y Walmart y el Departamento de Defensa de EE.UU. comenzaron a exigir que sus proveedores etiquetaran sus lotes de suministros. El objetivo final parecía ser colocar una etiqueta RFID en todo.
Algunos entusiastas incluso implantaron etiquetas RFID en sus cuerpos, lo que les permitió abrir puertas o viajar en el metro con un movimiento de su mano.
En 1999, Kevin Ashton, de la empresa de bienes de consumo Procter & Gamble, acuñó una frase perfectamente calculada para capturar el fervor: la RFID, dijo, podría llevar al «internet de las cosas» o IoT, como se le conoce, por sus siglas en inglés.
Pero el entusiasmo por la RFID se desvaneció a medida que la atención se dirigió a nuevos y brillantes productos de consumo: teléfonos inteligentes, introducidos en 2007, relojes inteligentes, termostatos inteligentes, altavoces inteligentes e incluso automóviles inteligentes.
Cuando hablamos sobre el IoT hoy, usualmente no nos referimos a la RFID sino a estos dispositivos, un mundo de ingeniería compleja en el que tu tostadora habla con tu refrigerador sin motivo aparente, y los juguetes sexuales operados a distancia pueden revelar información sobre hábitos que la mayoría de nosotros considera más bien íntimos.
Quizás no debería sorprendernos: en la era de lo que la socióloga Shoshana Zuboff llama «capitalismo de vigilancia«, la violación de la privacidad se ha convertido en un popular modelo comercial.
Pero en medio de todo este alboroto y preocupación, la humilde RFID continúa trabajando silenciosamente. Y yo apuesto que sus días de gloria están por venir.
El comentario de Ashton sobre la RFID y el IoT era sencillo: las computadoras dependen de los datos para dar sentido al mundo físico y poder rastrear, organizar y optimizar.
Muchas personas ahora llevan teléfonos inteligentes y la RFID sigue siendo una forma económica de hacerles un seguimiento.
Incluso si lo único que hacen muchas etiquetas es informarle a un lector RFID «aquí y ahora, este soy yo», eso es suficiente para que las computadoras tengan sentido del mundo físico.
Las etiquetas pueden desbloquear puertas, realizar un seguimiento de herramientas, componentes e incluso de medicamentos, automatizar procesos de producción y hacer pequeños pagos rápidamente.
La RFID puede no tener el poder y la flexibilidad de un reloj inteligente o un automóvil sin conductor, pero es barato y pequeño: lo suficientemente barato y lo suficientemente pequeño como para usarse para etiquetar a cientos de miles de millones de artículos.
Y no se necesitan baterías. Cualquiera que piense que eso no importa debería recordar el nombre de Leon Theremin.
Fuente: BBC.com