Colaboración: Franck Fernández
Traductor, Intérprete, Filólogo
altus@sureste.com
El suplicio de Tántalo
Alguien me envió el otro día un escrito en el que decía que cuando alguien critique tu forma de caminar, le debes prestar tus zapatos. Y esto es una gran realidad. Nadie está en condiciones de criticar las acciones del prójimo sin entender los motivos que lo han llevado a ello. Eso me hace pensar que es fácil juzgar la actitud de algunos padres con sus hijos, cuando uno no haya engendrado descendencia. Y mucho más inconveniente es criticar la actitud de las madres cuando uno es varón y, por naturaleza, jamás podrá conocer el amor materno. Todo esto es muy cierto, porque la mayor parte de los padres tienen tendencia a perdonar acciones de sus hijos que ante los ojos de terceros son imperdonables. De ahí a hablar de un personaje conocido de la mitología griega, Tántalo, solo hay un paso.
Tántalo era hijo de Zeus, el dios supremo para los griegos y que los romanos asimilaron, pero con el nombre de Júpiter. Zeus o Júpiter era un dios extremadamente promiscuo, que iba teniendo hijos con cuanta mujer hermosa se topara. En el caso de Tántalo, la madre fue una ninfa, especie de hadas que viven en los bosques y en los arroyos. El nombre de la escogida esta vez era Pluto. Nuestro héroe de hoy, Tántalo, llegó a ser rey de Frigia. Ahora bien, como ocurre con mucha frecuencia en el caso de la mitología griega, los hechos se distorsionan más o menos en independencia de quién lo haya escrito. Algunos escritores dicen que era rey de otros reinos, pero no de Frigia.
El hecho es que, por alguna razón, Tántalo era no solamente del agrado de su padre, Zeus, dios supremo, sino también del resto de los dioses del Panteón del Olimpo. Y quiero repetirles una vez más que Zeus tenía un rosario de hijos, así que este tenía que tener algo especial, de simpático. Tan apreciado era, que con frecuencia era invitado a comer entre los dioses y a participar en sus conversaciones, escuchando las aventuras o cuitas del resto de los habitantes del Olimpo. Tántalo, malagradecido y fanfarrón, se dedicó a contar entre los mortales, de los que en definitiva él formaba parte, los comentarios que se hacían en la mesa de los dioses en su presencia. Esto de ir a chismear a los mortales lo que hablaban los dioses y sus intimidades fue perdonado por su padre. Cometió varias otras faltas y todas fueron perdonadas por su padre.
En otra ocasión, y siempre con el fin de fanfarronear entre los mortales, robó el néctar y la ambrosía que se servían en la mesa de los dioses y que eran de su uso exclusivo. El néctar y la ambrosía eran la bebida y la comida de los dioses, prohibidos para los mortales. Las indisciplinas de Tántalo continuaban y siempre su padre se lo perdonaba.
El tercer hecho indebido fue cuando Tántalo raptó a Ganímedes, que era un joven príncipe que tiempo antes había sido raptado por su padre Zeus para convertirlo primero en su amante y después en el copero, es decir, el mesero que le llenaba las copas a los dioses en el Olimpo durante sus comidas o reuniones. Esta tercera vez su padre también se lo perdonó.
La cuarta falta tuvo como lugar de sus fechorías la isla de Creta. En la misma había un gran templo dedicado a Zeus. Dentro de este templo había un autómata de oro que representaba a un perro. La misión de este perro era cuidar la cabra que había alimentado a Zeus cuando era niño. Pues bien, un cómplice de Tántalo se robó el perro, que les recuerdo era de oro, y se lo dio a guardar a Tántalo. No en balde Zeus era el dios entre los dioses y sabía todo lo que ocurría en la tierra. Zeus estaba al tanto de que su hijo había sido el que había escondido el famoso perro de oro. Mandó a Hermes para los griegos o Mercurio para los romanos a cuestionar a su hijo y Tántalo mintió descaradamente diciendo que él nunca había visto a ese perro. Esta cuarta acción de Tántalo también fue perdonada.
Ya lo último que hizo Tántalo, en el colmo de su desfachatez, pues se creía igual a los dioses, fue invitarlos a su palacio a comer y allí les ofreció dentro de los platos que presentó a sus invitados, pedazos del cuerpo de su hijo Pélope, al que había asesinado con este fin, como una ofrenda. Los dioses invitados de inmediato se dieron cuenta de que les habían servido carne humana. Solo Démeter, diosa de la tierra y los campos, ofuscada y triste que estaba por la pérdida de su hija Perséfone, no se dio cuenta y comió el hombro derecho del hijo de Tántalo. Ahí ya Zeus consideró que su hijo había ido demasiado lejos en sus indisciplinas. También entre los antiguos griegos comer carne humana era algo que estaba estrictamente prohibido.
Lo primero que hizo el dios de dioses fue enviar a su hijo a lo más profundo de los infiernos, al Tártaro, río al que, si se tira un yunque desde la tierra, demora 9 días en su caída para llegar allá, al lugar donde se envían a los más horrendos criminales, a pagar sus culpas después de su muerte. A partir de ese momento, Tántalo sufrió un cruel suplicio. Tenía que estar de pie dentro de un río de aguas límpidas y frescas. Cuando Tántalo quería beber de esa agua para saciar su sed, las aguas del río cambiaba su curso alejándose y nunca lograba beber ni un sorbo. Lo mismo ocurría con la comida. Cada vez que quería tomar uno de los maravillosos frutos que estaban encima de su cabeza, colgando de árboles de las orillas del río, al extender su brazo un golpe de viento lo alejaba, sin poderse nunca llevar un bocado a la boca.
En cuanto al pobre joven Pérsepo, el joven fue devuelto a la vida y, para reemplazar el hombro que ya Démeter había comido, se le puso uno de marfil.
Fue de esta forma que fue castigado Tántalo después de haber abusado tanto de la bondad de su padre, el dios Zeus. Todavía en estos momentos en que usted está leyendo este escrito, aún Tántalo está allá abajo, en el Tártaro, sufriendo de sed y hambre eternos.
(*) Traductor, intérprete y filólogo; correo electrónico: altus@sureste.com